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Lovelock, la energía nuclear y jugar con el diablo | Terraética

Comúnmente, la energía nuclear se ha visto como una energía que, si bien es limpia en emisiones de carbono, es altamente tóxica en sus residuos. Sobre todo se le ha considerado altamente peligrosa para el mundo por el potencial riesgo que evoca y por la duración de la radiación de los residuos que produce. En eventos pasados, y en específico, durante el evento del Tsunami que golpeo Japón en 2011 -el cual puso en alerta a medio mundo por el temor de que las centrales nucleares de Fukushima, Onagawa y Tökai no soportasen controlar sus núcleos produciendo con ello una gran catástrofe mundial- hubo una pandemia que tuvo impactantes consecuencias.

 

Días y semanas pasaron y en los noticiarios se hablaba constantemente del incremento de radiación que emitía la central nuclear y del peligro por el que pasarían las costas de América si el núcleo se llegase a fundir y contaminar las aguas del mar. Se pensó lo peor y se temió que todo podría ser una repetición de Chernóbil. Se movilizaron muchos países para bloquear la creación de más centrales nucleares precisamente por el miedo de que sucediera de nueva cuenta una de las peores catástrofes ambientales accidentales de la humanidad. Se cancelaron planes de nuevas centrales nucleares y como resultante, todo el mundo se ha opuesto a seguir con la energía nuclear. Tanto, que en países como Alemania y España desde hace tiempo, se han comprometido a cerrar las centrales nucleares por el temor de que pueda existir una tragedia nueva.

 

Muchos de estos miedos no sólo están explicados por la historia misma sino también justificados por el riesgo que a primera instancia pueda existir cuando se vive cerca de ellas. Y eso sin contar el riesgo cancerígeno de estar a algunos kilómetros de distancia de cementerios nucleares en donde la radiación permanece por miles de años y es tan mortal como la mayor de las pestes. Todo esto explica la actitud de cerrar plantas nucleares y seguir, o regresar, con los métodos tradicionales de producción eléctrica basados en los hidrocarburos y energías fósiles. En el mejor de los casos  -como alguno de los países escandinavos- se ha cambiado notablemente hacia productoras energéticas sostenibles de tecnologías más limpias, y se ha evitado regresar a una de las prácticas que han ocasionado que estemos en este momento de encrucijada: las centrales de carbón.

 

Ahora bien, este camino hacia las prácticas verdes en la producción energética es más bien la excepción y no la regla. Se espera que todos los países tomen ese rumbo eventualmente, dado lo insostenible que es el otro extremo. Muchos países -la mayoría- no han adoptado éstas prácticas verdes por el costo económico de las nuevas tecnologías, por el costo político que podría traer con el lobbying del carbón y del petróleo, o simplemente porque no han tenido la visión del cambio de paradigma tras ver la gran imagen de un futuro en que los recursos no-renovables o bien se agoten o bien produzcan el mayor desastre en la biosfera que ha tenido noticia el mundo que el hombre ha vivido.

 

Puede ser que muchas economías no vean de utilidad todavía cambiar a energías verdes y puede ser que muchos países pierdan sus ventajas competitivas y comparativas si cambiasen a energías verdes, en detrimento de las del carbón y del petróleo. ¿A qué país que sea gran productor de petróleo, le gustaría cambiar a energías verdes cuando el petróleo, dada su escasez, sube sus precios continuamente? ¿Qué país, cuyas necesidades energéticas solamente puedan ser cubiertas por la energía basada en el carbón, como es el caso de Australia, aceptaría sin reticencia dejar las nuevas prácticas para entrar de lleno en las energías renovables? Esta pregunta la dejo abierta para que después cada uno de ustedes pueda ver qué fácil es responderla cuando se siguen las directrices de la Responsabilidad social.

 

El sentido común nos dice que si pudiéramos prever un problema a futuro, lo mejor sería evitar todo aquello que podría ocasionar dicho conflicto. El sentido común y la intuición nos son herramientas poderosísimas pero que, curiosamente, no son utilizadas diariamente en el mundo en que vivimos. En otros tiempos, el sentido común nos dijo que no era posible que nuestro comportamiento en el planeta pudiera afectarlo de manera tan contundente. Pero ahora todo es diferente. Los datos científicos nos dicen que en efecto lo estamos haciendo, es decir que nuestras acciones tienen un rango de influencia infinitamente superior al que pensábamos sobre la temperatura del planeta.

 

Y aún así, los tomadores de decisión en la política nacional e internacional tratan, en muchas ocasiones, de evitar seguir el camino del sentido común: mitigar el daño que hemos producido para no llegar al punto límite que nos lleve a la catástrofe. El sentido común nos dice ahora que estamos destruyendo el planeta, sin embargo, no se llevan a cabo acciones por los grandes tomadores de decisiones para evitar seguir causando este daño irreversible. El sentido común se enfrenta en estos casos contra la intencionalidad, la negligencia o simplemente la ignorancia.

 

Allende los intereses económicos privados y públicos, también podría argumentarse de que no existe la suficiente tecnología disponible para cambiar toda nuestra economía global para poder finalizar la transición hacia las energías renovables. Pudiera ser el caso de que no hemos logrado desarrollar todavía aquella tecnología salvadora que haga que podamos seguir consumiendo tantos recursos energéticos como lo hemos hecho hasta ahora, y podamos continuar viviendo en este planeta indefinidamente.

 

El problema es que este punto de confianza en nuestras capacidades técnicas es debatible y es mucho más complejo de lo que parece. ¿Debemos confiar en que en un futuro próximo desarrollemos la tecnología adecuada para dejar de seguir calentando el planeta al quemar los hidrocarburos, y por ahora seguir nuestro comportamiento despreocupado?

 

Casi todos los ecologistas, y en general la opinión pública, están en contra de la energía nuclear. Se podría decir que toda la zona verde de activistas -gente con visión a futuro- está en contra de la energía nuclear. Casi todos. Claro, excepto uno: Lovelock. Y ahora pregunto: ¿cómo puede un ecologista, el creador de la teoría de Gaia, estar a favor de la energía nuclear? La respuesta es muy sencilla: estamos el punto de no-retorno.

 

Había dicho que estamos en un momento decisivo para le planeta. Para Lovelock, estamos en un momento en que ya hemos pasado el punto de no-retorno y no tenemos tiempo para: 1) que se desarrolle tecnología barata para que todos los países puedan cambiar a energías renovables y que a su vez, sean capaces de soportar la carga energética que requieren las ciudades actuales y su nivel o estándar de vida; 2) no hay tiempo suficiente ni la voluntad real necesaria para lograr acuerdos internacionales que puedan evitar la continua destrucción de la biosfera.

 

Para Lovelock, el único camino que nos queda por ahora es ralentizar el efecto que produce nuestra actividad económica sobre la biosfera; y es con la tecnología que se tiene hoy en día (energía nuclear) que es posible evitar seguir usando el carbón y el petróleo como fuentes primordiales de energía, cuyas emisiones contaminantes están en gran medida ocasionando el cambio climático. En palabras más coloquiales, lo que esto quiere decir es que si hay que tomar el lado del diablo, se toma, si y sólo si puede ayudar a postergar el cambio climático.

 

Cualquier persona podría argumentar en contra de que para Lovelock todo sería diferente si Lovelock y su familia tuvieran una central nuclear cerca de casa, y que fueran ellos los que estuvieran en riesgo de contaminación radioactiva o de peores accidentes. Y si bien este es un argumento ocioso -creo-, él responde directamente en su libro, La venganza de Gaia, que él está dispuesto de donar su jardín para utilizarlos como cementerio de desechos tóxicos debido a que cree que la tecnología de hoy en día es capaz de asegurarle que el riesgo estaría mitigado.

 

Se puede debatir de si es sincera o no su posición pero lo que en verdad no es discutible es que si en verdad supiéramos que estamos en ruta de colisión, deberíamos hacer todo lo posible para detener el vehículo -por lo menos, así lo indicaría el sentido común-. Y si no es posible detenerlo en estos momentos. Tampoco sería inteligente acelerar el coche, en específico si no sabemos qué hay detrás de ello. Lo pero de todo es que en  la realidad sí sabemos lo catastrófico del escenario que viene detrás. Lovelock propone que debemos desacelerar el vehículo lo máximo posible y tal vez así, darle mayor oportunidad -mayor rango de movimiento- a la tecnología para que logre frenar el vehículo y/o evitar la colisión. ¿Tendrá razón?

 

Si quieres conocer más de fortalecimiento de Organizaciones sin fines de lucro, visita: Ideal Social

 

Escrito por Roberto Carvallo Escobar

 

Director de Terraética

 

Fb: Terraética Tw: @Terraetica

 

Y orgulloso creador de Resiliente Magazine