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La certificación que sirve nada o menos

Las certificaciones sirven para dos cosas: para nada y lo para lo mismo. Así lo pienso desde hace tiempo y más cuando veo los destrozos que hacen las certificadoras al emitir sus dictámenes. Peor cuando, obvio, están coludidos todos: empresa, certificadora y gobierno. ¿Hay certificaciones que sí funcionan? Espero que sí. En verdad lo espero. Y hasta podría decir que sí las hay, siempre y cuando éstas sean transparentes. Sin embargo, ¿qué creen?

Ninguna certificadora es transparente. Evidentemente, espero, habrá alguna que sí. Y en ellas creo. Pero cuando los indicadores se hacen opacos, ya tengo problemas. Cuando se reserva a secretismo, me surgen más dudas. Cuando son pagadas, todavía más. Cuando una empresa certifica mil cosas, entre procesos, backoffice, impacto y demás, ya mis dudas son muchas. Cuando, además, cualquier empresa puede certificarse, ya me perdieron totalmente.

Pero hay otro tema acerca de las certificaciones. Son la vieja guardia de una tendencia que se creen moderna. Es una vanguardia de hace 20 años y quienes las encuentran útiles, importantes y pertinentes precisamente dejan ver sus antiguas mañas empresariales. Que alguien me diga que hago esto bien y esto mal, en el nuevo mundo, ya no lo necesito. Mejor, si sigo las tendencias verdaderas, lo cuento yo mismo. Transparencia pura y se dice con toda claridad y poco miedo: «este árbol lo derribé», «no les pago a mis empleados lo suficiente» o «intoxico todos los mantos freáticos». Ah, pero curiosamente, para eso no hay certificadoras ni certificaciones. Esto no se dice en ninguna certificación. «Certifico que destruí Tajamar», «que contaminé el Golfo con petróleo», «que compré la casa blanca», etc. Curiosamente, las empresas que hacen todo esto están muy bien certificadas. ¡Qué bendita casualidad!