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El mexicano y sus demonios

Ayer en una exposición se solicitó al público no tomar fotos del evento, ni con flash ni sin flash. Y como cualquier otro evento, se solicitó lo clásico: no tocar la obra de arte, mantener un orden, ser respetuosos y simplemente, no se dijo pero estaba implícito, ser educados al entrar a la exposición. Una voz, en la multitud, resongó al escuchar la prohibición de las fotos y decidió gritar exigiendo respuesta a «¿por qué no podemos sacar fotos?». Después de un momento incómodo, la persona siguió increpando al interlocutor exigiendo respuesta asegurándose que fuera escuchada su pregunta. Era un estilo de justiciera del Instagram, con un toque de elegancia ausente y un tono de agresividad en sus preguntas. 

La respuesta fue tajante: «No se puede porque los dueños de la obra lo impiden», a lo que la respuesta fue un incrédulo y sonante «ay ay». Y fue en ese momento que noté una cosa que hacemos y tenemos los mexicanos: la desconfianza hacia el Otro, la cual está basada en un sospechosismo y en la arrogancia del yo-sé-más. ¿Y por qué lo digo? Por qué no creo que haya habido respuesta alguna que hubiera dicho el interlocutor que podría haber satisfecho a la interrogadora. Pudo haber sido la respuesta x, y, z, o a1 pero el «ay ay», ya estaba planeado desde un inicio. 

Y es arrogancia porque la respuesta asume que uno sabe más que el otro, es decir, que el mismo interlocutor, y hace evidente que cualquiera respuesta será insatisfactoria más que la que uno espera. Y esta sensación la vivimos todos los días:  lo que diga un político, lo que diga un izquierdoso o un derechos o, lo que diga un articulista, lo que diga cualquier persona de la que anticipamos respuestas y actitudes. No quiero decir que esto sea bueno o malo, o mejor o peor sino solo que es una actitud bastante arraigada en pueblos, como diría Kant, de temperatura caliente tanto dentro del cuerpo como por fuera. Que sospechemos de todo, tal vez es nuestra resultante de tantos engaños y sea nuestra propia evolución.