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Desde el Puerto Escondido, viajero

Al tiempo de caminar por la vida, me encontré en uno de los muchos balnearios que hay en el estado de Morelos. El clima es ideal en esta temporada del año para darse un buen chapuzón y dejarse mecer por las olas que son el atractivo principal de varias albercas del balneario. El ambiente familiar esta dado por quienes ocupan bancas con asadores en donde preparan sus alimentos. La gente saca sus viandas, prende el carbón, acomoda platos y mientras los niños nadan los adultos platican y se ocupan de preparar todo para la hora de la comida.

 

Recuerdo que desde muy pequeño, me encantaba ir a nadar a cierta ex hacienda en el municipio de Temixco. En compañía de mi madre y de mis tíos -que eran como mis hermanos mayores- las horas volaban. El gusto por nadar, por convivir con la familia, por buscar espacios de esparcimiento y diversión fue algo que desde pequeño se me enseñó a valorar y propiciar. Muchas veces, pese a las actividades tan abrumantes que tuviesen mi madre o mis tíos, se buscaba respetar el espacio de convivencia familiar que nos terminaba llevando a algún balneario de Morelos y eventualmente más al sur, hacia las playas de Puerto Escondido y Huatulco –en ese entonces un paraíso tropical, para el niño de 7 años que era yo. En mi memoria, muchos de los recuerdos más bellos de mi infancia tienen que ver con las playas de Oaxaca, mis “hermanos mayores” Beto y Perico, mi madre y cierto hotelito local de Puerto Escondido. Hubo una vez en donde el gusto/adicción a la alberca nos llevó a cierto arreglo con los dueños del hotel que consistía en que ellos nos dejaban quedarnos más allá del horario de funcionamiento de la alberca si y sólo si nosotros nos comprometíamos a ponerle los químicos limpiadores antes de retirarnos. Dicha práctica se volvió más que usual en cada estancia.

 

En broma, quizá siempre fue en serio y nunca lo he entendido, mis padres mencionaban que fue hasta las continuas escapadas a Puerto Escondido que mi tono de piel tomó el tono moreno que tanto me enorgullece. No sé cuánto sol, arena y mar un niño deba tener para broncearse permanentemente, pero sí sé cuánto cariño y cuantas risas deben existir para tener una infancia plena y feliz. Hoy hace muchos años que deje de ir a Puerto Escondido, la vida tomó su camino, mis tíos también, mis padres me impulsaron a ir a otras latitudes y mi brújula interior hizo el resto.

 

Muchas veces me perturba la idea de que el Puerto Escondido que conocí ya no exista más, que en el lugar del hotelito local exista un hotel cadena, que la gente local haya sido reemplazada por hoteles todo incluido y que los recuerdos de mi infancia sean groseramente lapidados por espectaculares de bares y restaurantes de cadenas, es decir, que la modernidad y el turismo voraz hayan destruido el Puerto Escondido de mi infancia. Sin embargo me ayuda pensar que mucho de lo vivido ahí dejó una huella tan profunda en mí que nada ni nadie me la podrán expropiar. Seguramente algún día un alma piadosa y un viento cálido guiarán mis alas para redescubrir un puerto hoy por hoy escondido pero no olvidado.

 

Escrito por Erick Aguilar

Aprendiz de ser humano, viajero en capacitación, bibliófilo consumado y sociólogo consumido

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